El incierto futuro de los bachilleres

Columna de Ronald Nostas Ardaya

Según el Ministerio de Educación, en 2023, un total de 210.726 estudiantes de los sistemas de educación regular, alternativa y especial de todo el país, recibieron su título de bachiller, alrededor de 20.000 más que el año pasado. Aunque no hay datos oficiales actualizados, se estima que, del total de bachilleres, cerca del 40% ingresará a alguna de las 18 universidades públicas y 39 privadas que existen en Bolivia; algo más del 10% se unirá al servicio militar y un porcentaje similar optará por los institutos técnicos, academia de policías, colegio militar o las Normales; el restante 40% buscará insertarse en el mercado de trabajo.

Este 40% que, por falta de cupo en las universidades, situación de pobreza o desinterés, no continuará su formación en una entidad educativa superior, se enfrentará a un sistema laboral complejo, adverso y frustrante, con pocas oportunidades de éxito, especialmente si se encuentra entre el 14% de jóvenes mujeres que ya son madres, si es jefe o jefa de hogar, si no sabe ejercer un oficio, si ha migrado del campo a la ciudad, si tiene alguna discapacidad, o si forma parte del 11% que vive en condiciones de pobreza extrema. Además, competirá por los pocos espacios de trabajo disponible con aquellos jóvenes que han abandonado el colegio para trabajar, los que dejarán los estudios universitarios (25% lo hará el primer año), e incluso los que optarán por combinar sus estudios superiores con alguna actividad laboral.

El primer problema será encontrar trabajo. Una investigación del instituto de Estudios Avanzados en Desarrollo (Inesad) señala que, el 39% de los jóvenes que buscan empleo tardará hasta un año en conseguirlo, si es que lo logra. La misma entidad señala que en 2021, el desempleo juvenil era del 11%, tres veces más que el promedio general (3,7% según el Gobierno) y posiblemente más elevado en 2023.

Un segundo escollo será las condiciones del trabajo. La Fundación Jubileo, en un reciente informe, ha señalado que el 71% del empleo al que acceden los jóvenes en Bolivia es de extrema precariedad, es decir que es informal, temporal, mal pagado, sin derechos laborales, en condiciones de explotación e incluso de riesgo. Al respecto, un estudio del Inesad concluyó que, en 2021, el 57% de los jóvenes recibía una remuneración menor al salario mínimo, mientras que Milenio, en su informe social, señala que, en 2022, los ingresos de los trabajadores más jóvenes cayeron un 10,3% respecto a 2020. Finalmente, el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla) advierte sobre el crecimiento sostenido del subempleo entre los jóvenes, es decir la situación en la cual aceptan desempeñar una actividad laboral que se encuentra por debajo de sus capacidades.

Respecto a la oferta, la situación es igual de compleja. Milenio, en su último informe sobre la situación del empleo, observa que en 2022 y principios de 2023, hay una reducción marcada del número de nuevos empleos creados y afirma que “una parte importante de estos nuevos empleos se registran en actividades relacionadas al comercio, gastronomía, transporte y otras”. Esto coincide con el informe de la Cámara de Industria que señala que en 2023 el PIB del sector crecerá en un rango inferior al 2%, casi la mitad de lo registrada en 2021. En el área de la construcción, el propio INE ha informado que en 2022 se observó una caída del 5% en la contratación de personal, y la situación no parece haber mejorado este año. Tampoco el sector público puede ser una alternativa para los jóvenes ya que, por normativa y por la alta politización, la absorción de este grupo etario en las planillas de las instituciones es prácticamente nula.

Lo cierto es que gran parte de los bachilleres de este año, al igual que los que les precedieron y los que vendrán, terminarán engrosando la gigantesca cifra de informalidad que en Bolivia supera ya el 80% de la población económicamente activa. Muchos se emplearán en puestos precarios, otros asumirán trabajos por cuenta propia, principalmente en el comercio, algunos (los más afortunados) serán aprendices para continuar con el negocio familiar, y alrededor del 10% no realizará ninguna actividad, lo que contribuirá a la pobreza, la delincuencia, las adicciones y la desintegración social.

Las iniciativas que llevan adelante el Gobierno y algunas ONG para enfrentar la situación, son insuficientes, dispersas e insostenibles ante el crecimiento exponencial del problema. La compleja situación de la economía, que está afectando cada vez más a los sectores productivos generadores de empleo; la mayor incertidumbre que desalienta la inversión y la creación de nuevas empresas y; las normas laborales regresivas golpean con mayor rigor a esta población invisibilizada y ausente de las políticas públicas.

El problema es estructural y de larga data, y no se soluciona con medidas dispersas, buena voluntad o planes improvisados. Se requiere de una decisión de Estado que coloque este tema entre las prioridades esenciales de nuestro país que, por omisión y desidia, está condenando al fracaso y a la pobreza a una gran parte de su más preciado valor: los jóvenes.

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