Por: Ronald Nostas Ardaya, Industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia
La aprobación de la “Ley de procedimiento especial para la restitución de derechos laborales” por la Asamblea Legislativa, consensuada solamente entre dirigentes de la COB y el Gobierno, puso una vez más en el escenario del debate público, la compleja realidad de la política laboral boliviana.
Esta nueva norma limita aún más la posibilidad de que un empleador pueda concluir justificadamente un contrato de trabajo, y otorga al Gobierno facultades judiciales extraordinarias para decidir sobre temas de fondo en los conflictos laborales. La Confederación de Empresarios Privados de Bolivia la ha cuestionado, señalando que “antes que proteger la estabilidad laboral, el Gobierno continúa en la tarea de precarizar la situación de las empresas, obligándolas a reducir las posibilidades de contratación y sostenimiento de fuentes de trabajo digno”.
La Ley mencionada excluye de su alcance a los funcionarios públicos y a quienes trabajan en la informalidad, fortaleciendo así las diferencias entre trabajadores, y visibilizando una vez más el carácter inequitativo, desigual e injusto del modelo que rige un ámbito tan importante como el laboral.
Según el INE, Bolivia cuenta con una población económicamente activa de 6,6 millones, y un número de personas ocupadas de 6,3 millones. De acuerdo a datos del Inesad, en 2019, las instituciones del Estado tenían 526.955 empleados, denominados ahora servidores públicos. De este total -según una publicación del Ministerio de Economía de 2017-, más de 55.000 trabajaban para la administración central y sus empresas.
Los trabajadores del Estado dependen directamente de autoridades políticas y se hallan regidos por el Estatuto del Funcionario Público. Exceptuando áreas como el Magisterio, Policía y Fuerzas Armadas, pueden ser contratados bajo el requisito de su pertenencia al partido gobernante, y despedidos por cambio de autoridades, prioridades políticas, reestructuración administrativa, disminución de presupuestos o la decisión arbitraria de sus superiores; adicionalmente, estos trabajadores no gozan del pago de finiquitos por despidos, horas extras, quinquenio o bonos especiales. La condición es más grave para los que son contratados como consultores, ya que no tienen derecho a vacaciones, aumentos salariales o estabilidad laboral.
En relación a los trabajadores informales, su situación es mucho peor. Según el Cedla, la informalidad laboral en Bolivia supera el 85%, es decir que apenas el 15% del total de los trabajadores en nuestro país tiene sus derechos protegidos. Al no estar cubierto por la norma, este grupo no accede a vacaciones, horario laboral, seguro de salud, jubilación, seguridad laboral, horas extras, etc.; está sometido al riesgo de acoso, explotación y maltrato; y su número aumenta constantemente debido al endurecimiento de las condiciones para generar trabajo formal. Aunque el Estado se desentiende de su situación de vulnerabilidad, los toma en cuenta para disminuir el porcentaje de desempleo abierto.
Respecto a las normas laborales -incluidos los aumentos salariales anuales, protección contra despidos o segundos aguinaldos-, estas determinan excepciones para los servidores públicos o simplemente los excluyen de sus beneficios, porque las autoridades son conscientes de los graves efectos que tienen sobre los recursos disponibles, y antes de universalizar derechos, prefieren proteger presupuestos.
Por el contrario, a las empresas privadas formales, se les carga con todas las medidas imaginables sin ninguna excepción ni tolerancia, evidenciando así que la inequidad es la característica principal de la política pública en el ámbito laboral.
Lo grave de esta situación son las consecuencias que genera el endurecimiento de las condiciones de permanencia de los trabajadores en el sector privado formal, la desigualdad y la precarización constante, que desincentivan cualquier plan de expansión o de nuevas contrataciones, especialmente en las empresas medianas y pequeñas.
Las normas, emitidas al calor de compromisos políticos, están destruyendo la calidad del trabajo, atentando contra derechos ciudadanos, precarizando a las empresas privadas y creando desigualdades inaceptables. Por todo esto, la política laboral precisa de un cambio profundo, que parta de aceptar que un modelo desigual, que legisla con severidad para el sector privado, es permisivo con el sector público y se desentiende de los informales, genera un grave perjuicio para toda la sociedad.