Por Roberto Laserna

El 1 de mayo volvió a celebrarse el ritual que renueva el prebendalismo estatal: el Gobierno “regaló” un aumento salarial. Con dinero ajeno, claro. Es un rito anual cuyos efectos son ignorados. En los diálogos al café Marcos Escudero se los ha evaluado.

Rodolfo Eróstegui, conocido columnista en temas laborales, destacó que estos aumentos transgreden las normas del código del trabajo. Éste sugiere la determinación periódica de un salario mínimo, pero no una intervención tan profunda en el mercado, como para determinar cambios en el salario básico o eliminar la negociación obrero patronal.

La especialista Beatriz Muriel, del Inesad, destacó que la política salarial boliviana ha sido excluyente y discriminatoria, debido a que trata la situación de los trabajadores con empleos regulares, que representan apenas el 15 % de la fuerza laboral. La gran mayoría, que trabaja por cuenta propia o en pequeños negocios, no recibe la atención del Gobierno. Peor aún, esta política alienta el crecimiento del sector informal y aumenta el desempleo encubierto.

Este proceso fue corroborado por José Luis Barroso, quien estudia el mercado laboral. Él destacó que la demanda laboral manifestada, fundamentalmente, a través de avisos de prensa, se ha ido reduciendo a tal punto que en 2022 la cantidad de puestos de trabajo que se ofrecen por avisos de prensa es menor a la que se ofrecía hace 14 años.

En el Instituto Nacional de Estadística (INE) encontramos uno de los datos favoritos del Gobierno: la evolución del salario mínimo en Bolivia cuyo crecimiento ha sido significativo, pasando de Bs 440 en 2004 a casi Bs 2.500 en 2022.

Sin embargo, lejos de haber mejorado la situación de los trabajadores, esta política la ha perjudicado. Y no solo a los trabajadores, sino también a los inversionistas y, por tanto, a todos los bolivianos.

El salario mínimo se ha convertido en el salario de acceso al mercado de trabajo. Su paulatino aumento encarece la contratación de trabajadores no calificados o principiantes, y eso los deja fuera.

Lo importante, en todo caso, es observar la capacidad adquisitiva o el poder de compra de los salarios, y no del mínimo sino del promedio, que es más representativo. Los datos del INE muestran que el salario promedio real en el sector privado se ha mantenido estancado y con leve tendencia declinante en los últimos 20 años. El crecimiento económico no ha mejorado la situación de los trabajadores. En 2004, el salario medio real en el sector privado era de Bs 1.600, medido a precios de 1995. En 2022, con los mismos criterios de medición, el salario medio real de los trabajadores del sector privado era de Bs 1.560. La bonanza solo fue aprovechada por el sector público, donde sí crecieron los salarios reales.

Los salarios reales bajaron a pesar del aumento del mínimo, porque los salarios más altos se contrajeron. Las desigualdades salariales se han reducido, lo que implica que se ha eliminado el premio a la capacidad o a la mayor formación. Es decir, no hay incentivos para mejorar la productividad laboral. Hay más igualdad, pero menos justicia.

En suma, el estancamiento del salario real en el sector privado, la contracción del sector formal y la disminución de las diferencias, indican que los trabajadores que han sufrido mayor deterioro en su posición en el mercado laboral han sido los más productivos, los más experimentados, los mejor calificados. Con mayores costos y menor productividad, las inversiones son menos rentables, y la economía ha terminado perjudicada.

Roberto Laserna es investigador de CERES