Por: Beatriz Muriel H.
Los bonos sociales de amplia cobertura nacieron en Bolivia con la reforma de pensiones del año 1996, con el Bono Solidario (Bonosol) otorgado a los adultos mayores. Posteriormente, durante el gobierno de Evo Morales A. se implementaron los bonos Juancito Pinto y Juana Azurduy, el Subsidio Universal Prenatal por la Vida, el bono por discapacidad y la Renta Dignidad – que fue una reestructuración del Bonosol – .
Además, Evo Morales concedió una serie de bonos en especie a distintos grupos sociales, como computadoras a los maestros y vaquillas a familias rurales. En los últimos meses, y a raíz del coronavirus, nuevas transferencias en dinero fueron creadas, como el bono familia, la canasta familiar y el bono universal. A lo largo de las últimas décadas, el aumento de los bonos sociales no solamente se ha dado en Bolivia, sino también en varios países en desarrollo, por lo que cabe preguntar ¿qué factores impulsan estas medidas?
La respuesta tiene dos aristas. Por un lado, los bonos han sido concebidos desde un enfoque de políticas públicas con el fin de promover, en ciertas poblaciones desfavorecidas, la provisión de diversos bienes y servicios para generar oportunidades y reducir desigualdades. Por otro lado, las transferencias se han convertido en medidas de política, ya que son muy valoradas por la población, y ayudan a aumentar las filas de partidarios; después de todo ¡a quién no le gusta recibir regalos!
Desde el enfoque de políticas públicas, los bonos deberían: I) solucionar un problema concreto, sobre todo de una manera eficaz y eficiente; II) focalizarse en aquellas personas que verdaderamente necesitan la transferencia; y III) evitar que la ayuda genere actitudes no deseadas por parte de los beneficiarios. Sin embargo, en los hechos, el diseño de varios bonos se ha alejado de estas directrices. Esto puede ser entendido a partir de un ejemplo sencillo: imagine que una comunidad tiene solamente dos escuelas, una privada y una pública; la primera se preocupa por aumentar continuamente su calidad educativa; mientras que la segunda no e, incluso, adolece de la asistencia regular de sus profesores. Claramente, cabe promover una mayor equidad en la calidad educativa; sin embargo, las autoridades optan por dar una transferencia en dinero a todas las personas en edad escolar que se matriculen en la escuela pública -cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia-.
El bono del ejemplo presenta varios problemas. Primero, las familias de escasos recursos, pero con posibilidades de pagar la escuela privada, pueden ser incentivadas con la transferencia a poner a sus hijos a la escuela pública y, desde aquí, reducirán las oportunidades laborales (por ejemplo, mejores salarios) y sociales futuras de sus hijos; es decir, el bono puede generar actitudes no deseadas por parte de los beneficiarios. Segundo, algunas familias muy pobres seguirán sin mandar a sus hijos a la escuela ya que pueden no contar con los recursos suficientes para pagar los gastos educativos, incluso con el bono, sus hijos pueden estar trabajando y ganando más que el bono, o ellos pueden tener la obligación de cuidar a los más pequeños mientras los adultos trabajan.
En todo caso, el bono no se enfoca a solucionar los problemas de los que más lo necesitan. Por último, las familias más pudientes, cuyos hijos están en la escuela privada y que consideran al bono como un beneficio marginal, seguirán inscribiendo a sus hijos a esta escuela; y así esta política pública perpetuará las desigualdades sociales.
Si hay bonos mal diseñados ¿por qué las autoridades lo implementan? Justamente porque se convierte en un medio para ganar popularidad para ellos y no en un instrumento de políticas públicas y, desde aquí, su uso se convierte en un abuso. En el ejemplo, para muchas familias es más valorable tener dinero hoy que la retórica de que la calidad educacional será importante para el futuro de sus hijos.
Beatriz Muriel H., Ph.D. es directora ejecutiva de Inesad.